domingo, 14 de junio de 2009

Ama...



La noche anterior había sido muy dura. Llevábamos varios días de manifestaciones y arrojo popular como hacía muchos años que no conocía esta ciudad dormida. Los enfrentamientos con la policía eran constantes. La gente joven y la no tan joven estaba llena de rabia. Algunas veces la policía partía por la mitad la manifestación, en mitad del recorrido, y podíamos ver muchos niños llorando, presos del pánico, sin saber hacia dónde correr, dejándose llevar por la mano del padre o de la madre. Los míos también estaban en esas manifestaciones, pero iban lejos de mi mano, por suerte. Porque en una de esas carreras yo no corrí. Me dejé llevar por la inconsciencia y quedé frente a la línea policial, solo, pensando que estaba seguro a cinco metros del cordón. Estaban machacando a porrazos a un chaval en el suelo. Las porras golpeaban duro la cabeza del chico, que se encontraba inmóvil, y yo no podía soportarlo. Grité como un loco que no le pegaran más. Que no le dieran en la cabeza. Nunca pude aguantar ver eso... un porrazo en la cabeza es terrible... Y me perdí. Sonó un disparo, y tuve la sensación de que la bala salía de mi pecho. Me sentí como en una película, como en las escenas tantas veces repetidas en el telediario cuando informan de las manifestaciones con muertos en países del otro lado del mundo, y todo es humo y carreras y gente en el suelo... De repente todo se ralentizó, y el mundo se detuvo. Pasé a una dimensión en la que los sentidos bailaban y el tiempo no corría. Se hizo el silencio, como cuando en el cine deja de funcionar el sonido cuando el protagonista está a punto de morir. No oía nada. Acababa de salir de mi pecho una bala disparada como si mi cuerpo fuera un cañón... Nunca hubiera pensado en esa sensación, pensaba que recibir un tiro era como sentirse atravesado, pero pude ver cómo aquella bala emanada por mí botaba en el suelo y salía hacia arriba... el disparo se quedó en mi cabeza detenido, y volvía a sonar, como si mi corazón fuera una batería de misiles... y yo, lejos del mundo, me retorcía en el suelo, porque mi pecho ardía como si estuviera en llamas. Poco a poco (en tiempo real pasarían un puñado de segundos, pero en mi cabeza el instante fue de una noche ralentizada) se fueron colocando los elementos en la escena. No podía respirar, no podía dejar de retorcerme de un lado para otro, soltando un hilillo de dolor constante, como de animal herido, que era lo único que oía nítidamente mientras unos brazos anónimos me arrastraban para alejarme de los uniformados, que habían comenzado a avanzar... así aprendí lo que es sufrir un pelotazo de goma a quemarropa a escasos metros del inapelable arma policial...

Al día siguiente visité a mi madre, que andaba preocupada, porque oyó que la noche anterior había estado en el hospital. Me pidió que le enseñara la herida... y aunque me negaba en rotundo a hacerlo, al rato me dio por subirme la camiseta...
Al ver el pecho roto bajo una marca terrible de fuego rojo entre varias costillas hundidas y la piel quemada, le cambió la cara. Gritó un insulto de rabia, se levantó como un resorte, sin dejar de gritar maldiciendo al defensor del orden que ejecutó con exquisita eficiencia su tarea, y se fue a la cocina a llorar de rabia en soledad, tratando de apagar sin éxito sus alaridos de angustia... Yo la seguí, corriendo, la abracé fuerte, mientras ella lloraba y gritaba sin parar... pude besar sus mejillas y sus ojos, su frente, como nunca lo había hecho en mi vida. Sentí su piel quizá con la misma ternura que ella debió sentir la mía cuando ella misma me trajo al mundo, entre besos de sal y abrazos tan atrasados corriendo al encuentro de la madre.

De esto hace más de seis años. Y la cicatriz de aquella noche, que también es la de aquella mañana, persiste. Cada mañana y cada noche la puedo ver en mi pecho, resistiendo el paso de los días.

Ayer volví a oír llorar a mi madre. Esta vez era ella quien regresaba del hospital y quien mostraba su herida lejana y abrasadora por dentro... Y me rompí en mil pedazos, al otro lado del teléfono, como un espejo que se derrumba en el suelo.

Como en el poema de Eñaut Etxamendi, quizás sean gotas del rocío de la mañana...

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