sábado, 19 de julio de 2008

La ciudad desaparecida

Cuando era niño, bajábamos a jugar a la calle con lo puesto. El descampado resultaba, sin que nosotros fuéramos conscientes de ello, como una inmensa hoja en blanco sobre la que pintar creando nuevos mundos. Arquitectos infantiles con ganas de soñar, le arrancábamos a la tierra un campo de fútbol, o al parque una pista de béisbol, una cancha de tenis…, una carrera ciclista para las chapas o un recorrido lleno de agujeros y montañas mágicas para las canicas.

No necesitábamos nada para soñar, nada que no fueran las ganas de hacer cosas. Y la tele no nos atrapaba porque las horas de los dibujos animados estaban contadas (y si había algo era La bola de cristal o Fraguel Rock, que estimulaban nuestra imaginación) y aún no sabíamos lo que era el vídeo. Bajar al jardín de casa, o visitar los jardines vecinos buscando tesoros lo recuerdo como una entrañable imagen de pequeños Robinson Crusoe urbanos. A veces encontrábamos monedas, otras veces muñecos, reliquias, juguetes rotos (o no). Las zanjas que comenzaba a haber para construir nuevas carreteras y pisos nos servían de escenario para nuestras películas de acción, saltando charcas, cogiendo bichos o haciendo cross por los montículos con la bicicleta.

Qué decir de la fiesta que significaba tener una moneda de cinco duros en la mano y salir corriendo a la tienda del barrio o al puesto de chucherías. Por supuesto, no todo son recuerdos bucólicos. También había peleas, claro. Todos los días alguien se zumbaba. Pero es verdad que, al no tener nada, ni navajas ni otras armas que no fuéramos nosotros mismos con nuestras rabias, por muy duras que fueran las curras nunca salió nadie realmente malparado. Y cabrones fuimos un rato, como probablemente corresponde a los niños como privilegio esencial.

Mi infancia desde casi los 7 años hasta los 12, transcurrió en el último bloque de viviendas que topaba con el Parque Conde de Orgaz, un búnker vallado, lleno de chalets donde vive parte de la oligarquía madrileña. Mis ojos de niño sólo eran capaces de ver el misterio de aquella valla por donde trepábamos como quien subía el Himalaya y luego la bajábamos con vértigo hasta volver al suelo, no siempre con la misma suerte. Desde mi ventana conocí ya de pequeño esa brecha que dividía el mundo en dos. De aquella parte donde se acababa la ciudad, me inquietaba por las noches la soledad de los semáforos, que emitían señales sin parar sin que nadie se acercara para escucharlos, hasta que el tedio los dejaba en un ámbar intermitente que sólo despertaba el ronquido de los coches, a la hora en la que la ciudad volvía a desperezarse.

Esos recuerdos del descampado quedaron enterrados exactamente bajo el mausoleo de sueños del Palacio de Hielo, un monstruo comercial donde los niños ricos pueden divertirse pagando entrada en cada atracción. Si antes íbamos al polideportivo a hacernos amigos jugando juntos al baloncesto, ahora los niños se pelean por jugar a una máquina donde te dejan un balón de plástico mal inflado para que tires unos tiros a la canasta por un euro. Lo que antes era ver cómo a la misma hora chavalas y chavales bajaban a juntarse en la pista para conocerse y sin pagar un precio a nadie por ello, ahora se ven cosas como una pelea de gallos dando puñetazos a una máquina para probar su fuerza. Grupos de chicos y grupos de chicas aún niños, vistiendo las mejores marcas y embadurnados de los mejores perfumes para hacerse un cortejo patrocinado por las multinacionales textiles.

Antes, por las noches el parque era un lugar común, donde nadie pagaba entrada y no nos echaban de allí al llegar la noche, porque nos pertenecía a todos. Pero el mismo espacio que reinventábamos cada día para convertirlo en algo nuevo, con el único ejercicio de poner dos sudaderas marcando las porterías, ahora acoge en tres plantas un sinfín de tiendas de comida basura, ropa para anoréxicas, un cine comercial y, sobre todo, un gran número de máquinas recreativas dirigidas a los niños, para hacerles ver que arriba-abajo e izquierda-derecha son los únicos movimientos que permite el sistema.

Con el tiempo me hice mayor, y dejé los juegos. La familia abandonó el barrio que ya no era barrio, y nos fuimos a las afueras. Allí tuvimos un perro. Eran barrios nuevos de familias que salieron de la capital, y resultó hermoso que nos juntáramos decenas de personas con cachorros de todas las razas, a la misma hora, para recorrer otro descampado, ya fuera por las tardes como por las noches. Los perros tenían todo un campo abierto para correr y jugar, y era un verdadero placer para el alma ver esa explosión de alegría en ellos, atrapados completamente por la alegría del presente, abriendo el regalo de la vida y devorándoselo sin esperas.

Pero la vida sigue, y el ser humano camina en la dirección opuesta a la vida. Ahora, regresando también a esta casa de las afueras, esos cachorros, con sus juegos, sus carreras tan interminables que los convertían en puntitos negros en el horizonte, han quedado también sepultados bajo otra inmensa cripta comercial, Rivas Futura. Los perros, encerrados en miniparcelas como los niños encerrados de los recreativos, se pelean por defenderse entre las vallas. También ellos sufren la vorágine de estos tiempos en los que se vende hasta el último grano de arena.

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