lunes, 21 de julio de 2008

El terror y sus víctimas

El símbolo de la justicia es una mujer vendada con una balanza en la mano y una espada en la otra.

El otro día estaba mirando para inscribirme en la Escuela Oficial de Idiomas… y navegando por la página me encontré inocentemente leyendo la sección de descuentos en la matrícula. Sin darme cuenta, me fui encontrando con que ya casi no existen subvenciones a este tipo de actividades. Bueno, ni a ninguna: para la piscina, el Parque Warner o demás atracciones comerciales, uno deja de ser niño a los 4 o a los 6 años. Igual pasa con los servicios públicos: los abonos de transportes dejaron de considerar niños a los que cumplen 11 años, y dejó de ser “carne joven” quien cumplió los 21 (todo el mundo sabe que a los 21 ya nos encontramos con la carrera terminada y un trabajo fijo). Siguen existiendo los descuentos a las familias numerosas, pero hoy nada tiene que ver con la realidad de los años 70, en las que todas las familias eran numerosas, y de la misma forma, estos descuentos sólo sirven para los que tal o cual empresa o institución considere niño o joven... y están tan en desuso que no hay más que ver la cara que pone al otro lado de la ventanilla el funcionario cuando le enseñas el libro para que haga efectivo ese descuento.

Total, que cuando ya iba a pasar del tema, mis ojos resbalaron hasta la última línea de las bonificaciones y leí: “víctimas del terrorismo, gratis”.

En principio sentí una inocencia infinita, porque me puse a pensar que, por esa definición, yo tranquilamente podría pedir un descuento: en un segundo me vinieron a la cabeza muchas situaciones de víctimas del terrorismo: el terror de Estado que sufren los millones de parados, especiamente los de larga duración; el terror machista que sufren miles (¿o millones?) de mujeres en España, ya sea en sus casas como en las empresas donde trabajan; el terror que suponen las cadenas de las hipotecas en millones de familias que no son libres para decidir nada en sus vidas atadas; el terror inmobiliario que condena de por vida a los jóvenes a “no tener una casa en la puta vida” mientras hay dos millones de pisos vacíos en el Estado; el terror que sufrieron las 4.000 víctimas de agresiones racistas y fascistas cada año; las torturas y los malos tratos en las comisarías o en los módulos FIES de las cárceles españolas que denuncian organizaciones internacionales por los derechos humanos; el terror de las listas de espera en los centros sanitarios saqueados por la sanidad privada en los últimos años; los tratos inhumanos a los inmigrantes en los CIE donde los hacinan por el solo hecho de no tener pasaporte… Pero esa inocencia repentina se fue convirtiendo en rabia: salvo el caso de las víctimas del 11-M, o algún caso arrancado después de meses de lucha, como ocurrió con José Couso, “víctima del terrorismo” en la práctica significa “víctima de ETA”.

Respeto a toda persona que sufre la violencia en cualquiera de sus formas. Y éticamente no me parece mal que una víctima de ETA reciba subvenciones, ayudas, reconocimientos institucionales (aunque se trate a menudo de un miserable juego de intereses con altísima rentabilidad política), pero qué injusto resulta que ya prácticamente sólo queden ellos como receptores de ayudas. Me gustaría ver (por un mínimo sentido de convivencia, dignidad y justicia) a todas las demás víctimas de la violencia de Estado y sus conflictos en la misma línea de las ayudas. Con esto siempre me acuerdo de una intervención en la radio de Eduardo Haro Tecglen, dedicada a una inmigrante prostituta, degollada una noche en el parque del Planetario en Madrid. Eduardo dijo: “ojalá la hubiera matado ETA. Sí. Así, al menos, su familia conseguiría una cuantiosa compensación económica y el merecido homenaje y el estremecimiento de todos nosotros compartiendo su dolor”. Así de crudo, como el poema atemporal de Bertold Brecht “Muchas maneras de matar”.

La realidad nos demuestra que la justicia ni es mujer ni tiene una balanza en su mano, en este país de mujeres vendadas y espadas en alto. Como demuestra la campaña orquestada estos días para que se consiga una ley que aleje a los militantes de ETA de sus víctimas. Éticamente es muy positivo que se promueva que no vivan cerca las víctimas de sus verdugos: esa ley, como tantas otras cosas, la pedía a gritos la sociedad española desde el mismo fin de la guerra civil. Millares de pueblos, a lo largo de toda la geografía española, han vivido durante 70 años la misma escena en que el reconocido asesino, pistolero falangista o jerarca del Movimiento vive en el pueblo al lado de los familiares de muchas personas a las que reconocieron que fusilaron y los tiraron por un puente después. Nunca se rindió cuentas con esto, y ante ese principio de amnesia (Borbón y cuenta nueva) se construyó la España que hoy conocemos. Pero otra vez vuelvo a caer en la inocencia infinita, porque, evidentemente, esta ley no se aplicaría para estos casos. Las leyes siguen siendo para quien tiene el poder de hacerlas y llevarlas a la práctica, y de eso depende toparnos con la balanza o con la espada. Los represaliados políticos (no los de la violencia de ETA, sino la inmensa mayoría de víctimas sociales del Estado, que se cuentan por millones) no tendrán nunca un hueco en el código civil. Como mucho, y con mucha suerte, consiguen que de vez en cuando alguien les dedique un homenaje. País de inocentes.

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