miércoles, 24 de junio de 2009

Y sigue el sufrimiento…



Hacía apenas una hora, no se le habría ocurrido pensar lo que iba a sucederle después. Aunque se puede decir que llevaba mucho tiempo temiendo que algo terrible pudiera ocurrirle, porque ya eran muchos años viviendo al límite, en un camino de encrucijadas de donde es muy difícil salir. Casi tenía la sensación de que había nacido con esa huella marcándole por dentro, con la condición de llevar encima una carga, una maldición...
Se encontraba en aquel habitáculo encerrado, cuando de repente estalló el explosivo que llevaba bajo sus pies. No corrió nadie a socorrerle, porque nadie podía entrar a sacarlo de allí, y era imposible sofocar su cuerpo en llamas. Murió solo, y se trataba sin duda de otra muerte inútil en una incansable, interminable lista de violencia contra los más básicos principios de humanidad.

Hablo de Jonathan Sizalima, un ecuatoriano que con tan solo 20 años estaba preso en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Via Laietana, en Barcelona. Preso en una cárcel de invisibles, con el único delito de no llevar papeles legales, porque no se los dan. Preso y sin poder recibir visitas, porque si su novia o su amigo o su madre van a verle y no tienen papeles, acaban compartiendo celda en espera de la deportación. La exclusión social, la pobreza, la invisibilización, el andar escondido por la calle, sin poder viajar, sin poder caminar libremente por una ciudad cualquiera una noche cualquiera… Tenía antecedentes por robo. Hacía una hora, el abogado de oficio que fue a visitarle, le comunicó que iba a ser expulsado del país. No había nada que hacer. La temperatura subió en el drama de sus días, y la angustia, y la desesperación... y él poco después decidió calcinarse vivo y sin temporizador. Colgarse del techo con su camiseta y acabar con la vida de perro que le había tocado vivir, en un mundo donde las mareas de personas en situación ilegal se cuentan por millones en cada país desarrollado, y sin embargo no existen, porque están escondidos, y nadie siente por ellos. Y ellos nos demuestran, en acciones así de duras, que también sienten, aunque su dolor se apague en un calabozo o se pierda en el mar o en el infierno, el mismo mar que sirve a otros de playa y paraíso.

Mientras esto sucedía, en otro atentado terrible contra la vida, muere un policía nacional. A él se le dedica todo el espacio de los noticiarios. Habla la viuda, el hermano, la casta política al completo. El país llora entero y obediente al compás. Sin embargo, Jonathan no existe. Ni Said, Rosita, Mustafa, Jaroslaw, Mahmadou…

Pero qué decir en estas largas jornadas cuando sólo existe una noticia. En un mundo basado en la codicia, que se muestra a través del trabajo basura, las relaciones basura, la política basura, la prensa basura, el amor basura, la humanidad basura… Sizalima era un joven basura que sufría incondicionalmente la violencia cotidiana de observar cómo a su alrededor la gente caminaba sin trabas, a pie o dentro de un modernísimo auto, con un iPhone en la mano, con unos sofisticados cascos oyendo la última novedad discográfica…, gente ejerciendo delante de él el sagrado acto del consumo (en cómodos plazos y sin intereses) ante los escaparates para él prohibidos, que ofrecen felicidad al otro lado del cristal. Gente durmiendo en sus confortables hogares, mientras él se apañaba en una cama caliente. Gente, también, señalándole cada paso.

Yo recuerdo que cuando era mozo le daba mucha importancia, entre otras cosas, a la política parlamentaria. Cualquier salida de tono del primer capullo envuelto en un traje ante la tribuna saltaba la alarma en mi casa. Inconscientemente, pensaba que eso era lo más importante en la vida del país, y me indignaba si los demás no estaban al tanto de lo que en el Parlamento ocurría. A los pocos meses de salir de casa me fui dando cuenta de eso, porque esa comedia tan rentable y tan macabra a la vez había desaparecido de mi cabeza… Sencillamente en mi casa familiar estaba todo el día la radio puesta, repitiendo el mismo sermón, seleccionando lo que es importante saber y lo que no… y no nos perdíamos un tediodiario. Pero salí de allí y en mi ideario pasaron a ser importantes otras cosas en lo político, sin duda más cercanas a la tierra, a la calle y a la gente. Por no hablar de los millones de noticias terribles que nos perdemos cada día, porque el noticiario está centrado en vendernos miedo, normalidad y crisis para domesticarnos.

Por eso pienso qué pasaría si el Parlamento estuviera realmente en manos de los vecinos, de los municipios, de los trabajadores o de sus representantes… O si los medios de comunicación no estuvieran atados a la cuerda de la gran banca y sus sagrados beneficios. Entonces, probablemente nuestros mártires diarios serían otros, y recordaríamos cada mañana a las cuatro personas que mueren cada día en el trabajo (y nosotros un poquito, también morimos con ellas), o a las once personas que sufren cada día agresiones de carácter racista, fascista u homófobo según el Ministerio del Interior (y nosotros, un poquito, también sufrimos esos palos que nos afectan a todos). Los desahuciados, que se cuentan a miles diarios, los desatendidos, los pensionistas, los parados, los presos… Más aún, si estuviera en manos de ellas, pienso qué pasaría con el machismo en el trabajo, en la casa, en el vecindario, en la sexualidad, en la pareja, en los cuidados (y con ellas nosotros también perdemos tanto...).

Pero en este Estado, esas otras víctimas invisibles no tienen el mismo reconocimiento, sencillamente porque a ellas no las conocemos. No ocupan el Parlamento, no nos habla de ellas cada día la televisión para concienciarnos de que existen y mucho menos para concienciarnos en que tienen derechos que les han sido arrebatados, y menos aún en concienciarnos de que es también nuestra la lucha por recuperarlos. Silencio. Silencio y distancia. Ni siquiera cuando la mano invisible les empuja al suicidio y sus iniciales pasan a ocupar una diminuta esquela de recuerdo en la sección de Sucesos.

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