viernes, 26 de junio de 2009

El viaje de Yakito

Yakito me mira, tumbado en el regazo de su acogedora manta como un bebé en vigilia.

Sus ojos brillan tanto que parecen dos gotas de agua a punto de caer de una hoja temblorosa. Sus patas canela duermen profundamente un sueño de gaviotas.

Hace media hora, cuando llegué a casa y lo encontré ya completamente sin fuerzas, lo cogí otra vez entre mis brazos para que dejara de temblar. En el impulso de su último suspiro, trepó para lamerme compulsivamente el cuello, como la primera vez. Tenía el hocico fresquito. Húmedo y radiante, como desafiando al final de sus días. Los últimos meses, en el parque, todo el mundo me hacía la misma pregunta… “¿y cuántos años tiene?” Pero él y yo sabemos que Yakito no tiene años. En tal caso, tiene días. No sólo porque sigue siendo un bebé en el continuo ciclo del nacer incesante, sino porque su vida ha sido un viaje lleno de instantes. Cómo explicarle a Carmen, la señora mayor que todos los amaneceres se sienta en los bancos de la plaza a ver pasar las aves y las horas, el concepto de la eternidad de los instantes. Un árbol en el parque sintiendo el levísimo peso de los gorriones sobre sus débiles ramas, el hermoso canto a la vida de sus cuerdas vocales. Seis mil doscientos días. ¿Qué son seis mil doscientos días a los ojos de un perro? Un millón de momentos. Esa es su edad ahora mismo. La señora lo mira con pena, pero Yakito sonríe.

“Es precioso. ¿Qué raza es?” Preguntan los dueños de sus amigos en el parque. Él es un mestizo. Sí, no pertenece a ninguna raza, y a los perritos sin raza rápidamente los catalogan como “mestizos”. Su mamá era una pastora belga, y su papá un pastor alemán. Tiene un pelo largo canela con orlas blancas, un hocico color carbón y una larga cola que nunca deja de ondear. Lo que más llama la atención de él son sus ojos, que parece que los lleva pintados. Y su forma de mirar tan penetrante y dulce a la vez…

Aún recuerdo el día que, por primera vez, entró en casa. Era tan pequeño que casi cabía en el cuenco de mis manos. Tenía unos ojos saltones, dos perlas negras que expresaban una bondad infinita. Había nacido entre los escombros de una obra. Un amigo transportista, que adora a los perros, me contó que todos los días pasaba por una obra custodiada por dos canes. Una tarde se dio cuenta de que la perrita había quedado preñada, así que habló con los propietarios del terreno. Le dijeron con desgana que querían tener un perro más. En el parto, la pastora belga, que se había escondido toda la noche en el rincón más oscuro y silencioso de la finca, dio a luz dos cachorros. Y sabiendo del poco amor que profesaban sus amos a los animales -incluidos los humanos- hizo lo posible por evitar el abandono de sus crías, y no tuvo una camada numerosa. Dio vida a una pareja casi idéntica, que deambulaba a su lado por el solar. A los pocos días, los dueños, casi al azar, eligieron. Mi amigo estuvo pasando día a día durante semanas por aquella finca, y se quedó con el perro no deseado. Él sabía que a mí me encantaban los perros y que me moría por tener un cachorro, y no dudó ni un instante en hacerse con él para hacerme un regalo.

Yakito corre sobre la nieve y sobre la hierba mojada sin parpadear ni un segundo, sintiendo en su blanco vientre el frío frotándose contra su abrigo. Se lanza al río sin pensarlo a buscar un palo, aunque la corriente se lleve el palo río abajo, y luego vuelve con él en la boca, en su esfuerzo incansable a contra corriente. Escucha atento los ladridos lejanos en la noche, aun dormido. Siempre alerta. Contempla, sintiendo dios sabe qué misterios, el consumir de la leña amontonada en la chimenea. Olisquea la hierba mientras siente el viento acariciando sus orejas. Salta de alegría cuando yo llego y me ve aparecer, enloquecido, y juega con el mayor de los cuidados con la pequeña Celia, mi hermana pequeña, protegiéndola de las sombras y de los peligros en la calle. Viaja a ratos sentado sobre los asientos traseros del coche. Duerme placenteramente la siesta sobre su manta, sabiendo que tiene que reservar energías para cuando le llegue la hora de saltar del automóvil.

Me viene a la memoria el día que fui a recogerlo. Cuando llegué a casa de mi amigo y se abrió la puerta, el cachorro salió corriendo a mi encuentro, como si ya supiera que yo venía a buscarle. Había pasado la noche entera escondido debajo del sofá. Saltó sobre mí, lo cogí en brazos y comenzó a lamerme compulsivamente en el cuello, la barbilla, buscando mi mejilla... Yo no había dicho nada en casa, pero sabía que mi nuevo amigo no iba a ser bienvenido por mi madre. Llamé al timbre con inquietud cuando me planté en casa, y Yakito, que aún no tenía nombre, apareció entre mis brazos ante mi madre. Ella pegó un grito de espanto cuando lo vio, y esa mañana me echó de casa. “No quiero que entre un perro en esta casa, y si lo quieres contigo, te tendrás que ir tú”, me dijo. Y los dos nos escapamos a dormir a casa de una vecina. Mucho tiempo estuvimos sin hablarnos mi madre y yo por eso, porque ella sabía que me iba a salir con la mía. Aunque con el tiempo llegué a entender el susto de mi madre, porque la verdad es que impactaba ver al cachorro. Aunque mi amigo lo había bañado a conciencia, aún mantenía en su piel manchas de cal y de pintura. Durante los primeros días, aún podía ver en sus excrementos un entresijo de cables y tornillos, trozos de yeso, restos de obra…

Yakito me mira, sabiendo perfectamente que hoy es su último día. Con una inmensa calma, ve pasar los últimos minutos de su reloj, y apura su último paseo alrededor de mis ojos. Los últimos meses, las visitas al parque las hacía en mis brazos, como un recién nacido… tres veces al día volvía a sentir la misma excitación aunque ya sus músculos no respondieran y sus huesos le dolieran hasta los tuétanos. Lloraba de impotencia por no ser capaz de romper a saltar, a correr, a brincar sobre los otros perros del parque, aunque, a su manera, nunca dejaba de hacerlo.

La primera tarde que pasó en casa eligió él solito su sitio para echarse la siesta conmigo. Yo siempre me tumbaba en el sofá un rato, y Yakito se puso a los pies del sofá. Aquello pasó a convertirse en un hermoso ritual: nada más tumbarnos los dos, él comenzaba a morderme la manga y tirar hacia abajo, hasta que lograba que mi brazo se posara encima de su lomo y así quedaba tranquilo. Poco a poco, consiguió también que yo no lograra relajarme hasta que no sentía su pequeño corazón latir en mi mano.

Y las últimas noches, cuando me acostaba y lo dejaba en su cesta del salón, ya sabía que no iba a salir de allí durante toda la noche. Y sin embargo, volvía a escuchar sus pasos tintineantes por el pasillo. Al principio me levantaba a menudo por ver si era él quien increíblemente corría por aquel túnel noctámbulo. Y no encontraba a nadie a lo largo de la casa. Cuando llegaba a su cesta, lo encontraba con los ojos abiertos, mirándome y contándome con la mirada que sí, que era él quien se echaba esas carreras, y que no pensaba renunciar a ello mientras tuviera fuerzas para soñarlo.

Recuerdo la noche en que murió la abuela. Su hospital, en el que llevaba largo tiempo ingresada, quedaba a trescientos kilómetros de distancia de nuestra casa, y en el mismo momento en que dio el último suspiro, Yakito soltó un aullido interminable, de lobo herido quebrando la madrugada. En casa, todos supimos en aquel instante que la abuela acababa de decirnos adiós, y respondimos con un silencio respetuoso, esperando la llamada que recibiríamos apenas cinco minutos después.

Como todos los seres especiales, él también vivió una historia de amor. En sus paseos nocturnos se hizo amigo de Korina, una pastora belga mayor que él, de un precioso pelo largo negro. Duraban horas los paseos cuando los dos se encontraban. Juntaban sus hocicos y se quedaban en esa posición durante minutos, completamente inmóviles y con los rabitos muy tiesos. Sin mover un solo músculo. Hasta que uno de los dos daba un salto y empezaba a correr alrededor del otro, provocándole en el juego… los dueños asistíamos al espectáculo con la misma ternura y asombro cada día ante esos cortejos. Y si marchábamos al Retiro con los dos, era impresionante ver cómo paseaban juntos, lomo con lomo, por el parque. Durante un tiempo intentamos que tuvieran cachorros, pero todo esfuerzo fue inútil: sólo jugaban y jugaban, montados uno encima del otro, persiguiéndose o con sus cariñosos besos caninos. Cuando Korina emprendió su viaje, me entristecía ver a Yakito llegar al parque y buscarla entre todos sus amigos, uno a uno, sin entender por qué no acudía ella a su cita diaria.

Y ahora está él en la camilla con la cabeza recostada, sobre su manta de siempre, como un bebé, y sin perder mis ojos de vista.

Hemos recordado juntos, durante un largo rato, el día de ayer, cuando fuimos a despedirnos de la nieve. Diapositivas en blanco y negro de sus días y noches de amor incondicional. Y sus ojitos, incapaces de separarse de mí hasta el último instante, van apagándose lentamente en el silencio de la noche, a continuar su sueño interminable.

Enseguida corrí a nuestro valle de siempre, para refugiarme de la tristeza… Y ahora, sentada junto al río, a ver pasar el caudal de hojas que el otoño nos regaló, corriente abajo, me acuerdo de los días en que Yakito se posaba sobre la nieve, revisitando el invierno como un ave migratoria.

Y entonces echo a llorar desde mi roca. Tengo tanta pena dentro que por un momento siento que soy yo quien se convierte en río… De repente, una presencia fuerte se abalanza sobre mí desde atrás, embistiéndome con fuerza, arrollándome… tirándome prado abajo, comienzo a caer dando volteretas, en una imparable caída libre entre respiraciones entrecortadas… hasta que puedo incorporarme y logro abrir los ojos y salir de mi miedo atropellado, y me doy cuenta de que es Yakito, que salta gimiendo, lanzándose contra mi mejilla, buscando mi cuello de nuevo, lamiéndome la cara entera, posando sus patas y trepando por mi cuerpo hasta conseguir dibujarme una sonrisa a lametazos…

(Tengo en mis manos un ejemplar de “Asentamientos”, el libro de los alumnos de los talleres literarios de la escuela Fuentetaja. En él incluyeron este cuento que escribí, seleccionado junto a otros 56 de entre 210 presentados.)

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